El policía que la
acompaña no termina de tratarla como a un testigo protegido. A veces la agarra
por el antebrazo dándole un pequeño empujón, otras la llama señora
escurriendo el ño entre los dientes,
derramándoselo por encima. Los jefes son los que mandan, y ellos le han dicho
que debe protegerla, pero para él no es más que una putilla sin importancia.
Para que no se tropiecen con nadie, le han dicho que la lleve al patio trasero
y allí, sentada en el banco bajo la higuera, la deja sola. Ella agradece ese
poquito de soledad y se acomoda como puede, intentando que la piedra no le roce
las heridas y moratones que le acaban de curar en el hospital.
Nota un golpe seco en
la cabeza que le obliga a bajar la barbilla, luego lo ve caer desmayado a sus
pies, como si el choque con ella le hubiera dejado sin fuerzas. Es morado, casi
negro, pero al abrirse un poco con la caída, se le descubre el corazón
encarnado. Coge el higo del suelo, lo aprieta con los dedos índice y pulgar
para que se abra del todo y le da un bocado. Escuece un poco el labio con las
heridas pero la envuelve el sabor dulce, la textura granulosa que la transporta a aquel verano, al olor a
excremento de gallina y de conejo, a las sombras y los reflejos en el más bajo
de los tres patios, el calor del medio día en la terraza llena de flores,
algunas muy vistosas eran de cactus; el suelo empedrado bajo la higuera, las
odiadas siestas, lo mucho que había que
esperar para montar en el columpio hasta que acababan todos los primos que iban
delante y la voz de la tía llamándoles a comer justo cuando a ella le tocaba,
por fin, el turno de columpiarse. Nunca ha tenido mucha suerte, pero aquella
tarde, la niña que era ella a los cinco años, antes de que le llegara la sopa
al plato, ya tenía elaborado un plan. ¿Cuánto hace que perdió esa
determinación, cuánto qué no traza planes? Después de comer y recoger entre
todos, se cerraban las persianas y, en colchones repartidos por el suelo, nadie
debía moverse, durmiera o no, durante toda una hora. Lo más difícil era salir
de la habitación sin que la vieran, por eso se colocó en la zona más cercana a
la puerta y se hizo la dormida durante un buen rato. Justo a su lado estaba su
hermana que no se le despegaba, ese era el segundo problema, pero tuvo suerte
y, enseguida, notó que se había dormido. Escogió bien el momento, porque nadie
la siguió. La casa estaba en silencio y a oscuras y, cuando cerró la puerta con
el corazón en la boca, tuvo que quedarse un momento apoyada y adaptando los
ojos al fuerte contraste de luz. Se oía el cloqueo de las gallinas y le dio
miedo acercarse al corral, también subir a la azotea. Fue corriendo directa
hacia la higuera a sentarse en el columpio, agarrándose a las cuerdas y dando
un saltito. ¡Qué placer! Se empezó a balancear, al principio no sabía, siempre
la habían empujado. Pero pronto, recordando como lo hacían los mayores,
estiraba las piernas en la subida y empujaba hacía atrás con fuerza, hasta que
fue ganando altura y velocidad. Echaba la cabeza para atrás de forma que solo
veía sobre ella las hojas de la higuera, la cesta de los higos del abuelo
colgada en otra rama y algún rayo de sol. Los rápidos avances fueron dándole
confianza, quería ir más allá y lo hizo. Consiguió ponerse en pie sobre la
delgada tableta del columpio e, incluso así balancearlo. Lo único malo era que
no iba a poder lucir sus habilidades dado lo clandestino de la aventura.
Lo primero que vio al
abrir los ojos fue un higo frente a la cara y notó las piedras picándole en
todo el cuerpo. Se levantó y entró en la casa, aún con la esperanza de que
nadie notara nada. Pero un reguero de sangre fue delatándole sin necesidad de
que abriera la boca. No lloró ni siquiera mientras le ponían las grapas en la
coronilla, donde conserva una luna en cuarto creciente. Ella estaba muy callada,
solo se escuchaban los gritos de las tías, en parte por el susto y en parte por
la ira, y su hermana que lloraba desconsolada. El resto del verano tuvo que
acarrear un turbante blanco, pero aprendió
a sortear las burlas de sus primos que le apodaron la india; aún hoy
todos la llaman así. También sigue ahí la pequeña luna. Pero había olvidado el
vozarrón del abuelo repitiendo a todo el
mundo, que tenía una nieta tan valiente que había aguantado el escalabro y las
suturas, sin echar una sola lágrima. Sin duda el abuelo se equivocaba, pues era
el miedo lo que había dejado sus ojos secos, lo que le había sellado la boca.
Sin embargo, miró sus heridas, sus últimos descalabros y pensó que, quizás, era
posible volver a pasar por valiente. En eso andaba cuando, al ver acercarse al
comisario sonriéndole, le pareció el tipo de persona que prepara columpios a
sus nietos en la rama de una higuera y no le sorprendió la determinación con la
que fue capaz de aceptar la propuesta policial que le cambiaría de nuevo la
vida.
Cristina Ramírez
(del taller Imaginar Dinosaurios, un relato sobre los recuerdos de personajes imaginados)